Acudí dispuesta a sucumbir a sus encantos. Tengo entendido que tales decaimientos no deberían ser premeditados y tal vez por eso me salió el tiro por la culata reventándome el ojo con el que apuntaba, yo, que no sé calcular las distancias. El caso es que terminé inundando mi desengaño amoroso en un par de chupitos de pacharán: el mío y el de Natalia que intentaba, así, consolarme.
Para resarcirme grabé un video terapéutico bailando el chiquichiqui. Nefasto error: al verme caí en la más profunda de las simas, en el más oscuro de los valles. Me repugné un tanto y aún no me he recuperado.
Con el fin de rematar la sucesión de desaires a mi persona, pertrechados por alguna divinidad que me es adversa, terminó la semana con un tipo largilucho y parlanchín explicándome los motivos por los que prefería arrinconar contra la pared a Natalia en vez de a mí. Me hubiera gustado explicarle detenidamente lo aliviada que estaba por no tener que sucumbir a sus encantos, pero hubiera sido en vano. A juzgar por cómo expresó mis múltiples defectos era obvio que me había tomado en serio.
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