martes, septiembre 30, 2008

DÍA SÉPTIMO


No se lo pierdan


Con motivo de las Jornadas Europeas de Patrimonio la Biblioteca Nacional de Francia abrió sus puertas el Domingo. Y ahí estaban los funcionarios, oigan, un domingo, enseñando cómo se tratan las cosas. Con qué cuidadín y mimo.

Pero lo más molón, así de ver, fue la sala de lectura de la Biblioteca del Instituto Nacional de Historia del Arte, que se encuentra en el mismo recinto.
Tan molona como la de la propia Biblioteca Nacional...  (las grandes Bibliotecas es lo que tienen, que son de un rimbombante que te cagas por la patilla abajo. Menos mal que enseguida te sacan algún libro viejo en el que meter las narices, porque, si no, te quedas en las musarañas) Pero no es eso lo que más llamó mi atención. El asunto es que pudimos entrar también a la "trastienda", en el "almacén" de los libros. Allí donde se preservan en anaqueles infinitos, como los que describiera Borges. 
Pero, tranquilos, que ahora viene lo bueno. Resulta que todo estaba vacío. Ni un solo lomo de letras doradas asomando. Nada de nada. Niente. Rien. Res. Sólo polvo y estanterías muertas. 
Me pareció oír a una de esas señoritas que suelen desgañitarse en lugares "emblemáticos" frente a un montón de gente que quiere escuchar, pero no saben lo que les están diciendo, asegurar que andaban en trámites de "modernización", que las instalaciones estaban obsoletas y había que adaptarlas a los nuevos tiempos, estos que corren tan sin saber a dónde van. 
Y no digo yo nada contra tan nobles pretensiones, conste. Pero afirmaciones de tal pelo me hacen temblar las carnes. 
Ya me perdonarán, pero a mí, miope y algo bizca, todo aquello me parecía que estaba bien así. Oiga, que para guardar libros lo que hace falta son estanterías. Y no me venga con humedades relativas.... que le suelto alguna guarrada ¿eh? (¡humedades a mí!)
El caso es que el prurrito este de andar modernizándolo todo (incluso lo que en principio no es necesario) pues nos deja sin cosas viejas de verdad, de esas que han permanecido inalteradas al paso de los siglos. Y digo yo que alguna podríamos dejar ¿no?, un par de ellas a lo sumo. 
Debo confesar que a mí... me gustan las cosas viejas, qué quieren que yo le haga, y mucho más si funcionan todavía (procuren en este momento no hacer extrapolaciones sexuales, se lo ruego, que aunque no estén fuera de lugar, no quiero que me afeen el discurso, ¡por Dios! que me estoy poniendo seria y engolada).
Puta manía oiga. Si quiere algo nuevo, pues cómprese el IPod Touch. Pero no me tunee el seiscientos, por favor, que no me interesa alcanzar los doscientos. 
Estas defensas viejunas me son esporádicas, no se preocupen, mañana me dará por ponerme vanguardista y abogaré por la destrucción de la Victoria de Samotracia. 



DÍA SEXTO


DÍA QUINTO



Mejor empiezo a no decir nada

DÍA CUARTO


Richard Avedon, americano de nacimiento, realizó en París, capital de la Alta Costura, gran cantidad de fotografías de moda, en las que las más granadas maniquís del momento contoneaban sus cuerpos curvilíneos ante el objetivo para mayor gloria de trapillo de Dior con que se engalanaban. 

Todo glamour y elevada sociedad en los años en que los galanes y femmes fatales se asomaban al mundo para asombrarlo no sólo en las pantallas de cine, sino también a través del papel couché, brillante y deslumbrante como sus blancas dentaduras inasequibles al consumo masivo de tabaco. 

En los años ochenta le dió por hacer una tourné por lo más profundo de la profunda Norte América. Abandonó a las chicas guapas y frágiles de Europa para fijar su mirada exuberante en mineros, apicultores, descarriados y adolescentes del Nuevo Mundo. Tras ellos, un fondo blanco e impoluto aísla  la figura de todo contexto y la expone tal cual a la fascinación del espectador. 

El encuadre no suele cernirse exclusivamente sobre el rostro, sino que la mayoría de las veces un medio plano, o incluso un plano americano permite ver la indumentaria. El tamaño de estas fotografías (al menos en la exposición del Jeu de Paume) sitúa al público frente a esas ropas ajadas y ha de desplazar la mirada hacía arriba para apercibirse del rostro. Al menos, situándose en la proximidad inquebrantable de la línea que impide acercase más. Y esa se supone que es una de las grandes virtudes de una exposición que, si la afluencia lo permite, facilita la posibilidad de pegar la nariz a las chef d’oeuvres. Así pues, puede uno perderse, sin querer, en las texturas de los tejidos vaqueros de los retratados antes de alcanzar a cruzarse con sus ojos que miran a la cámara tras la que podemos imaginar a Richar Avedon ¿Dando instrucciones sobre la pose? ¿Guardando silencio ante la grandiosidad del evento, epatado e impresionado por el objeto de su deseo? ¿Calculando, sin más, la velocidad y abertura del obturador? ¿Contando algún chiste?

Me pregunto si soy yo la que no ha sabido mirar al rostro de la víctima fotográfica o si ha sido la tradición textil de Avedon la que me ha llevado entretenerme en menudencias vestimentales. Y me pregunto si la genialidad de la pose, la certeza de los ojos, son mérito del modelo o del fotógrafo artista modelador. 

Desconozco si los positivos expuestos son “originales”, los realizados por el propio Avedon por primera vez, o si han sido revelados posteriormente. No sé si los formatos (tan sumamente determinantes), han sido modificados para la ocasión. 

Salgo repleta de preguntas y dudas con las que no sé cuánto tiempo habré de cargar ¿Se me pasará sin más? ¿Lograré satisfacer alguna de ellas?


DÍA TERCERO


“Toda la tarde encerrada en la Biblioteca de la Maison Europeenne de la Photographie, desde las dos hasta las siete (es lo que tiene el horario de comida francés). Fascinada por el catálogo (publicaciones sobre fotografía desde los años treinta). Tuve que hacer grandes esfuerzos para no apuntarme todos los títulos. Allí aparecían las grandes obras de la historia de la fotografía que fueron pioneras en sus primeras ediciones, en su lengua original. Aquellas obras siempre referenciadas en todas las bibliografías y que yo nunca había tenido entre mis manos (al menos la edición primera). 

A pesar de mis dificultades con el inglés y el francés (o tal vez precisamente porque ello me obliga a aplicar gran cantidad de imaginación) me han vuelto a surgir mis paralizantes escrúpulos historiográficos. Esos que me empujan a entretenerme en disquisiciones desquiciantes sin más beneficio que el consumo desaforado de tiempo preciado. 

Esas interminables enumeraciones de “los grandes nombres” y de las extraordinarias cualidades de sus trabajos fotográficos, que han de reverenciarse sin cuestión ni duda ninguna. 

Postración inquebrantable ante los dioses cuyos pies, si son de barro, no son frágiles y quebradizos al contacto con el martillo, sino plásticos y maleables, adaptables (be water, my friend) al paso de siglo y pico.

Tus ojos son indignos de posarse si quiera en la más pobre reproducción de la más insustancial de sus obras. Nada entiende tu cerebro vacío.”