lunes, septiembre 18, 2006

Salvador (Puich Antic)

Pensé que iba a ser una película política, de esas que tanto me fastidian porque suelen ser malas películas y peor política. Aborrezco la política, incluso la “buena” (suponiendo que tal cosa exista). Pero C. me ha insistido y, como siempre, no me apetecía trabajar.
Yo no sé nada de cine pero lo veo con gusto, como leo novelas y poesía o escucho música. Y me gusta compartir mi opinión no porque tenga ningún valor, ni quiera imponerla, o simplemente ostentarla presumida, sino porque deseo perfilarla al hilo de las demás. Me es muy grato cambiar de parecer tras una buena tertulia, bien regada de caldos exquisitos que sueltan la lengua y pegan los párpados.
Una vez más he vuelto a aguantar el llanto. Me lo he comido con patatas, con todo el dolor de mi garganta y vacío en el corazón. El pudor vence a la necesidad de dejarse ir. Lo pagaré caro. El día del Juicio Final Dios se descojonará de todas las lágrimas que no he vertido, y San Pedro me dará una sonora coñeja por imbécil.
Al principio todo transcurría según lo sospechado. Jóvenes rebeldes que luchan contra la tiranía. Discurso loable, que justifica cierta violencia, y que a mí suele desagradarme. Por eso nunca me atrevo a decir abiertamente que soy de izquierdas. Porque para el tipo con rastas que me increpa, y cuyo comportamiento me resulta tan deleznable como el del pijo que empotra a una pava contra la pared al otro lado del bar soy, por lo menos, floja, tibia. Qué digo, si no tengo ideales.
Pero todo cambia cuándo llega el momento del juicio y la sentencia. De muerte. En ese momento la película sabe plasmar la angustia, la esperanza, la desazón, la injusticia, la templanza, los lazos de afecto, de forma magistral. Es efectiva y no sé si efectista.
A mí, no me gusta que me toquen la fibra sensible. Me parece un recurso fácil de manipulación. Provocar pena, indignación, ira o cualquiera otro de los más bajos instintos es la manera más fácil de llevarse el gato al agua. Aunque en este caso, en esta película, no me parece que se ponga, finalmente, al servicio de una idea política, que sin embargo, no nos engañemos, subyace, inquebrantable, como no puede ser de otra forma. Y bien está. Pero lo que se destaca, lo que realmente importa es el drama personal, que no sólo afecta al reo. Tal vez ese sea el gran mensaje, la persona, la persona, la persona. Ese preso que juega al baloncesto con el funcionario de prisiones y le explica que la dislexia no es más que una forma diferente de pensar, que no es grave, que con la aplicación de las técnicas adecuadas se puede llegar a leer sin ningún problema.
Ese muchacho, con la cara juvenil e inocente de DANIEL BRUHL, con el pliegue de sus labios, con sus pómulos tensos en expresión risueña, con sus ojos, negros de mirada intensa, con su flequillo sobre la frente, no merece la suerte que le ha tocado. Porque ni es suerte, ni le ha llegado por casualidad. Su mala fortuna es fruto de una máquina agónica que se defiende panza arriba y laza sin criterio su estertóreo zarpazo. Y eso es injusto. Mucho. Indigna. Nadie debería pasar por aquel trance, en el que se mezclan la humillación, la incomprensión, la espera, la esperanza. Es otro gran alegato fílmico contra la pena de muerte y contra la tiranía. Parece mentira que todavía estén vigentes estos gritos iracundos. Aunque en nuestro país, gracias a Dios, o a quién proceda, estén destinados a sanar heridas viejas, pero sin cicatrizar.
Intensos primeros planos, cálidos abrazos en los que se transmite el tacto de un raído jersey. Y la voz suave, de exótico acento a mis duros oídos, de entereza inusitada.
Por supuesto, la nota cañí en la España de pandereta. El terrible garrote vil, ingenio maléfico en manos de un verdugo que recuerda al de Berlanga y que en el momento de mayor tensión produce cierta sonrisa. Alguna carcajada se ha llegado a oír en la sala del cine.
No es un panfleto político, aunque podría serlo. No es sentimentaloide. Me parece irregular, siendo lo mejor, como ya he dicho, la parte de la sentencia y muerte.
Al final hay un apéndice esperanzador, que quiere dar sentido a los padecimientos del mártir. Bien para quien crea que tales cosas pueden servir.