He de reconocerlo, sólo sé hablar de mí. No sé si es máximo grado de egocentrismo o de estulticia. Pero en ambos casos es, obviamente, una limitación grave.
Podría consolarme, como suelo, pensando que es un mal extendido en nuestros días, y notablemente promovido gracias estas tecnologías de la comunicación, pero el refranero me responde con una bofetada, y me llama tonta.
miércoles, julio 26, 2006
Mi sueño es profundo...
Mi sueño es profundo... y temible. Puedo sucumbir, sin remedio, a sus garras, en cualquier momento. Bajo cualquier condición.
Me dí cuenta en Grecia, cuando apoyé mi cabeza en el muro de un garito y me quedé dormida ante un atronador bouzouki. Entonces tenía dieciocho años, era joven y no le dí importancia. Mis acompañantes lo atribuyeron unos al ouzo, que no supe rebajar con agua, otros y mi naturaleza endeble, alguno pronunción la palabra narcolepsia, pero la mayoría se limitó a sonreír condescendiente o a desternillarse a mandíbula batiente.
Con veintidos años me abandoné a Morfeo en todos los bares de copas de una pequeña ciudad provinciana de Francia. A mis amistades, les hacía gracia verme tirada en cualquier esquina, en posición fetal, apoyada la cara sobre las manos orantes. Y nunca dejaron, a pesar de mis somnolientos males, de llevarme con ellas, a modo de nota exótica: no os vayaís a pensar, gabachos, queridos, que todas las españolas somoso tan fogosas, y me mostraban, durmiente, nada bella, como prueba de la variedad tipológica de femineidades castizas.
Ahora que he de reflexionar sobre tan terrible defecto, recuerdo la desesperación matutina de mi hermano pequeño, a lo largo de toda nuestra infancia, por rescatarme de las sábanas, y sus meditadas argucias para ser efectivo. Que si me tapaba la nariz, que si me arrancaba de quajo la almohada, que si llamaba a mamá, que se quitaba la zapatilla.
Sé que me he hecho mayor, porque cuando me quedo dormida, no le hace gracia a nadie. Habré de llegar a la vejez, para volver a despertar, con mi sueño, la sonrisa de los demás.
Me dí cuenta en Grecia, cuando apoyé mi cabeza en el muro de un garito y me quedé dormida ante un atronador bouzouki. Entonces tenía dieciocho años, era joven y no le dí importancia. Mis acompañantes lo atribuyeron unos al ouzo, que no supe rebajar con agua, otros y mi naturaleza endeble, alguno pronunción la palabra narcolepsia, pero la mayoría se limitó a sonreír condescendiente o a desternillarse a mandíbula batiente.
Con veintidos años me abandoné a Morfeo en todos los bares de copas de una pequeña ciudad provinciana de Francia. A mis amistades, les hacía gracia verme tirada en cualquier esquina, en posición fetal, apoyada la cara sobre las manos orantes. Y nunca dejaron, a pesar de mis somnolientos males, de llevarme con ellas, a modo de nota exótica: no os vayaís a pensar, gabachos, queridos, que todas las españolas somoso tan fogosas, y me mostraban, durmiente, nada bella, como prueba de la variedad tipológica de femineidades castizas.
Ahora que he de reflexionar sobre tan terrible defecto, recuerdo la desesperación matutina de mi hermano pequeño, a lo largo de toda nuestra infancia, por rescatarme de las sábanas, y sus meditadas argucias para ser efectivo. Que si me tapaba la nariz, que si me arrancaba de quajo la almohada, que si llamaba a mamá, que se quitaba la zapatilla.
Sé que me he hecho mayor, porque cuando me quedo dormida, no le hace gracia a nadie. Habré de llegar a la vejez, para volver a despertar, con mi sueño, la sonrisa de los demás.
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