jueves, septiembre 14, 2006

Lloró desconsolada ante aquél cúmulo informe de papeles que sostenían todos sus recuerdos ahora dispuestos para la incineración.
Los guardó cuidadosamente largo tiempo, con el cariño de quién deja un legado, para los demás, para que alguien, algún día, cuándo ella no estuviera, pudiera disfrutarlo.
En realidad, los acumuló avara, pesando que siempre podrían serle útiles.
En el fondo, no eran más que fruto de su eterna tendencia a la postergación.
Y ahora debía aniquilarlos.
Tantos esfuerzos durante tantos años.
Para nada.
Para que, convertidos en humo, dejaran de existir, y punto.
Tal vez, pensó, nunca debieron existir.
O tal vez, lo que de ellos haya quedado en mí, es lo único que vale.
Seguramente no son más que un soporte pasajero. Sí. Son de usar y tirar.
Se dijo, hay que tirarlos.
Y los quemó, con lágrimas en los ojos, con la angustia en el corazón por los recuerdos que ya no volvería sin el médium que los propiciara.
Lloró porque la mayoría no habían dejado ningún poso en ella.
Los acumulaba con la pasión del desmemoriado.
Tal vez carecía de memoria porque se la había confiado aquellos papeles.
Ella, que nunca hizo una chuleta para un examen. Ella que sólo aprendió de memoria para los exámenes.
Le dijo a la vecina que lloraba por el humo.
Tal vez, deba quemar toda la casa, se dijo. Ya puestos.
Y vagar eternamente como el Judío Errante, como Caín.
Sabía que entre el pensamiento y la ejecución había un trecho muy grande. Llevaba toda la vida pensando cosas que nunca realizaba, pero, esta vez, el abismo no era más que una delgadísima línea impermeable.
Si quemaba la casa, y luego se quemaba a sí misma, en un descuido, se confirmaría que estaba loca. Ya no habría más dudas.
El hogar paterno, deshabitado. Y ella sola. Nadie le echaría de menos.
La vecina. Mierda de vecina. No puedo quemar la casa. Mierda de vecina.