martes, noviembre 25, 2008

Se redujo hasta poder hundirse, microscópica, entre las páginas del libro. Entonces, las letras eran gigantes, como molinos y en su grandiosidad, inalcanzables, incomprensibles. Montañas cuyas cimas se perdían en el cielo. Tardó en atravesar una coma una semana, y extenuada, derrengada y rota, rompió a llorar al ver, tras el ímprobo esfuerzo, alzarse al final del camino, kilométricamente enhiesto, el inicio de un trazo indescifrable.

Lloró todo un día, hasta alcanzar la locura de mano de la risa, floja y cantarina, abierta y carcajeante. Reunió sabiduría en el desternillamiento y creció, creció sin consumo de hongos, hasta quedar sentada en aquella coma que tanto la torturó. Ahora que tenía el poder del tamaño, ese mismo que siempre ostentó en la tortura a los ratones, pateó furibunda aquel miserable signo de puntación, creyendo, vanidosa, que siempre le sobraría.

A su derecha una “a” y a su izquierda una “n”, letras de molde. Quiso despreciarlas por su perfección mecánica, mas dándose cuenta de que pecaba de soberbia, reprimió su ira, y acarició su tersura negra, superficie pulida, brillante, casi reverberante, azabaches profundos, fríos, buscándoles algún encanto.

Recorrió la línea contemplando cada letra, en sí misma, sin poder, todavía, alcanzar a comprender el nexo que las unía. Las rodeaba como si fueran puntos independientes, mojones que marcaban un camino hasta que, al final de la frase, más allá del punto, se le abrió un abismo blanco, inmenso y cegador, sin fondo, un margen del que no se alcanzaba a ver el otro lado, si lo hubiere.

Se sentó con los pies colgando inertes en el precipicio. Y le fue fácil caer, caer, sin darse cuenta de que caía, porque la blancura cegadora le impedía comprobar que no había nada. Y así, creyó que vagaba por aquel espacio ancho y vacío. Súbitamente se percató de un leve murmullo de mucha gente, y de cierto olor a fritanga, a kebab barato y a vino peleón y pegajosos.

Y una voz entre todas se destacó. Parloteaba y era fácil imaginarla moviendo mucho las manos en una explicación precipitada que nadie había solicitado. El discurso fue perdiéndose de nuevo entre el barullo sin que alcanzara a descifrar cual fuera la importancia de lo dicho.

Giró sobre sí misma, buscando el tono perdido, y con  el movimiento de rotación fueron surgiendo fachadas de edificios y bajo sus pies un empedrado de cantos rodados. Se distrajo observando cómo se dibujaba un balcón lleno de geranios y al tomar de nuevo conciencia había ante si una animada calle, estrechuca pero soleada.

Un enorme hombre tatuado hasta las cejas, lleno el cinturón de conejos en pellejo, arrastraba del brazo a una joven pálida que renqueaba, ante los ojos acostumbrados a la escena de los viandantes. Quiso intervenir, pero el gesto taimado del pintado la disuadió y, al final, se convención de que Remedios estaba encantada con el secuestro.

Se sentó en una terraza del final de la calle dispuesta a pedir una cerveza fría, muy fría, por favor, pero nadie salió a atenderla.