viernes, enero 23, 2009

Tapers



El otro día en la clase de español tocaba “vergüenza de país”. El libro de texto traía un breve escrito sobre el “mileurismo” que hablaba, además, de un tipo de treinta años que vivía con sus padres.
Al terminar de leerlo mis alumnos checos me miraron extrañados e incrédulos y pidieron explicaciones.
Yo balbucí. Intenté explicar con la mayor objetividad posible el asunto de los sueldos en España y ninguno de los dos pareció querer creerme.
No les enseñé mi nómina para que no se sintieran obligados a darme una limosna y porque, no nos engañemos, es de pésimo gusto hablar de pasta gansa, sobre todo cuando no hay argumentos contantes y sonantes.
A continuación quise, también con total objetividad, exponer el asunto de la permanencia en la casa paterna hasta más allá de lo decente. Ahí se me agotaron las fuerzas y hube de recurrir al ejemplo palmario, renunciando a abstracciones estadísticas que ignoro. “La mayoría de la gente de mi edad que conozco vive con sus padres”. Al final me derrumbé “y yo me traigo de casa de los míos la comida preparada”.
Ellos fueron displicentes conmigo. A los dieciséis años volaron del nido y ahora, desde luego, cobran más de mil euros.
Yo no me siento orgullosa de mi precariedad laboral, ni mucho menos de seguir siendo una carga económica (y anímica) para mis padres. Pero puedo asegurarles que al llegar a casa del trabajo matutino y calentar en el microondas la comida que mi madre me ha preparado no sólo me ahorra tiempo, esfuerzo y dinero, sino que me conmueve hasta las lágrimas.
Si hubieran uds. probado los filetes rusos, con su jugosa salsa, salpimentados al gusto, también como yo hubieran llorado de felicidad al paladear esa obra maestra de la creación. Y como yo hubieran agradecido calladamente, con toda la fuerza del cerebro concentrado en la alimentación, a su progenitora, que día a día echa un puñito más de arroz a la cazuela y aparta cuatro albóndigas para congelar y que la niña se las lleve cuando venga el domingo.
La niña, que es tonta, ha sido incapaz de salir de la miseria. Pero nadie se da cuenta porque su familia la sostiene. Así que tampoco puede sentirse miserable. Sólo cuando algún checo la mira extrañado piensa levemente en que a lo mejor su situación no debería ser así, en que tal vez allende los Pirineos la civilización es otra cosa.

Lo curioso de la cuestión es lo que me va a costar enseñar español a estos seres civilizados que no van a entender jamás que una persona de treinta años viva con sus padres. Así no comprenderán nunca, tampoco, que las cabezas de las gambas se chupan con ardorosa pasión, que las tapas se comparten y que sólo el que chilla más tiene la razón