Insistí contumaz en acudir a la Biblioteca Nacional de Francia, con el ansía inflamada ante el próximo encuentro con sus fondos bibliográficos y fotográficos. Lara transigió benévola, como haría durante toda mi estancia, como siempre ha hecho. Al menos, supongo que pensaba, está en el Barrio del Marais (su preferido).
Al llegar comprobamos con desesperación que tan egregia institución, tan elevado almacén, cierra una semana al año por motivos, sin duda, elevados. Y ¿a qué no saben qué semana ha tocado este año? Pues sí. Precisamente aquella en que yo había dado en pasar en la ciudad del Sena. Pueden imaginarse mi rostro congestionado, no se sabe si por la ira, o por la vergüenza de no haberme enterado de tan importante noticia.
Para consolarme, Lara me aseguró que en las proximidades había una galería de photographie ancienne que podría resarcirme, algo, de mi disgusto. Al llegar al dicho lugar prometedor, comprobamos que no abría hasta las tres de la tarde, motivo por el que decidimos quedarnos en las proximidades para pasar después de comer.
Decidimos pasear, tal vez con al esperanza de que se me disipara el mal trago de la Biblioteca, y llegamos a una de aquellas galerías cubiertas que dicen las guías de viaje que son “características del lugar”. Héte acá que topamos con una maravillosa librería de viejo en la que metimos las narices hasta el fondo, durante largo tiempo (Librairie F. Jousseaume).
Salí de allí con una guía de viaje de l`Espagne, escrita en aquellos años en que en aquél país tan peculiar, había una República, la segunda, al decir de los lugareños. Un texto repleto de tópicos deliciosos con los que no hay forma de identificarse (¿no pasa lo mismo con los horóscopos?).
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Hay constancia fotográfica del hecho porque alguien tuvo a bien hacerme una toma en la que aparezco en los jardines del Palacio Real leyendo el susodicho libro. He de poner en su comunicación que el disparo no fue motivado por la admiración, o por la curiosidad, ni siquiera por un leve afecto, sino que fue realizado tras una súplica recalcitrante que no tiene justificación alguna y que incluía un torpe posado.
Es algo que me pasa habitualmente. Sin no lo pido, no hay Dios que me haga una foto. Tengo en mente relatar este rasgo de mi persona en verso alejandrino. Revelaré la frustración de quién siempre detrás del objetivo no encuentra quien le retrate. Haré relación minuciosa de las causas: un perfil insostenible, una frente arrugada, una nariz inconcebible, unas orejas inconmensurables, una barbilla austriaca, un belfo equino, un gesto siempre esquivo, unos ojos hidrópicos, unos pómulos psicóticos. Afotogenia: grave trastorno genético que de no saberse tratar a tiempo redunda en crónico.
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Se nos hizo la hora de comer y lo hicimos en un también “característico” restaurante judío. Una especie de “bocata” de esos en los que te pone la carne en los kebab, pero repleto de cosas judías. Unas bolas rebozadas de no sé qué especie de puré de garbanzos. Esto tiene un nombre, una forma de hacerse entender con precisión. Pero, y no es que desee que no me entiendan uds., nada más lejos de mi intención, resulta que enterarme de cual sea el dicho nombre me va a suponer un esfuerzo tan ímprobo que no merece la pena (como todo esfuerzo de tales magnitudes).
Ya satisfecha nuestras necesidades nutritivas volvimos a aquella tan prometedora galería de fotografía antigua. Inauguraban una exposición compuesta por fotografías, dibujos y pinturas, de un artista de cuyo nombre nunca tuve intención de acordarme. Un tipo encantado con los tipos, a los que retrataba con una mirada sugerente y atractiva... para los tipos. Y allí estábamos Lara y yo, heterosexualmente inadaptadas al medio reinante, haciendo pasar ante nuestros ojos grandes formatos en blanco y negro, de grandes maromos dispuestos para la lascivia de otros maromos igualmente grandes, aunque algo más envejecidos (tal era el público). Y yo que pensaba encontrarme retratos de militares embigotados, madres con sus niños, familias con bombín, edificios viejunos, paisajes paradisíacos...