miércoles, julio 23, 2008

Sexofobia

La sexofobia es un extraño mal que, por lo que se sabe hasta el momento, sólo afecta al sexo y género femenino. 

Se está indagando últimamente sobre si hay sujetos de otros sexos y géneros también aquejados de tales padecimientos. 

Su diagnóstico es difícil, pues quien lo sufre no suele reconocerlo, no por dignidad, que bien pudiera ser, sino por lo inverosímil del hecho. 

Habitualmente se presenta de forma más o menos clara tras largos períodos de inactividad. Bien es cierto, no obstante, que la dicha longitud temporal es muy variable. Hay quienes ya sufren los rigores de la incertidumbre tras un par de meses (o semanas) y quienes no se aperciben de ellos hasta pasado un año (o varios, o muchos, incluso). 

Lo realmente curioso es que se puede dar también en personas desde la más tierna infancia. Que esto sea fruto de la genética o de la cultura queda aún por dilucidar. 

Como indica la etimología los síntomas son cierta aversión al ayuntamiento carnal, no por deseo expreso (no hay voto mediante alguno), sino por una acumulación de pudores inexplicables.

En la actualidad se exponen en el mercado multitud de remedios, bagatelas sin sustancia destinadas, como todo en el mercado, a sacarnos los cuartos. 


Ha llegado a mis oídos que un generoso gurú, misterioso y difícil de encontrar, ha diseñado una terapia, totalmente gratuita, que se adapta a cada caso como un guante. 

Las informaciones proceden de fuentes my diversas y son, en ocasiones, contradictorias. Vengo recogiendo noticias por doquier que hacen referencia a ejercicios continuados que van desde miradas insistentes hasta profundas penetraciones, desde lustros consagrados a una paulatina adaptación hasta terapias de choque ciertamente impactantes. 

Sea como fuere es preciso no olvidar que cualquiera de sus vecinitas de enfrente podría, la pobre, sufrir en silencio la enfermedad. Tampoco la más insinuante diosa de la pista, esa que parece estar llamándote con el movimiento sinuoso de sus caderas, tiene por que verse libre de tan odiosa afección. Tras el escote más sugerente puede ocultarse la más triste sexofóbica. 

Sabe pues, atrevido conturbador, que habrás de proceder en consecuencia. 

Baños de Sol

Vivo aquí, dónde cada verano me pican miles de mosquitos y dónde, a causa de los cambios de temperatura, cojo siempre un buen catarro. Como este. 


Oigan que toses más estertóreas y escandalícense con la mocada que me supura. 


ASÍ arrastraba mi cuerpo triste la mañana del sábado, tras los pasos de Julia, al encuentro con Natalia. Pobre Remedios, decían ambas mientras coquetas se probaban sandalias rebajadas. Pobre. 


Compasivas me sentaban en las terrazas e intentaban animarme despotricando contra todo el que pasaba ante nuestra vista. Mala costumbre esta, fundamentada en el ocio callejero, rezongué malhumorada. Un buen baño de sol, concluyeron, en la soledad del Cerro, podía disiparme los males y dorarlas a ellas al mismo tiempo. Sea, asentí. Vayamos esta tarde. 


Subimos al Cerro y acomodamos las posaderas en un pequeño claro junto al camino más obvio, tras haber dado una vuelta en balde, eludiendo mirones y cúmulos de mierda juvenil depositados a cada paso.

- ¿Y tú bikini, Remedios?

- ¿Mi bi qué? - Estupendo, pensé, había que traer bikini. - ¿No es suficiente con haber cortado los pantalones vaqueros?

Ahí estaba yo, ejerciendo de pálida mujer blanca, con unos vaqueros rancios y mal cortados, y una camiseta roja sin mangas con la que un 18 de julio reivindiqué la República. Untada hasta el tuétano de crema protectora del cincuenta, con las gafas de sol adheridas a la nariz y el gorro calado hasta las orejas. Un cuadro, dramático o cómico, según se mirara. 

- ¿Ni si quiera has traído la parte de arriba? - Natalia continuaba atónita, preguntándose de dónde había salido aquél personaje tan incapacitado para tomar el sol. 

- Ah, pues yo me pienso poner en tetas - añadió la pequeña Julia que ni corta ni perezosa...

¡Jesucristo! Qué dotación ¿por qué diantres está tan mal repartido este jodido mundo? A punto estuve de clamar justicia social, pero preferí hacerme la interesante sacando los dos libros que me había traído para leer alternativamente. 

Con el fin de que no pareciera que había ido yo a boicotear la toma, deje  sumisa que mis colegas me forjaran la postura.

- A ver, Remedios, hija, así no te va a dar el sol. Ponte bien, mujer. 

- Hablando de soles ¿hacia dónde va a ir?

- Se pondrá detrás de la colina, por ahí - señalé, comprendiendo cuál era mi función en tan curioso trío.

Y sosteniendo la incomodísima posición en que me habían dejado, cara al sol, para más inri, comencé a deleitarme en mis lecturas vespertinas. Alternando a Ramírez y a Savater, para cultivarme y elevarme a partes iguales, para terminar con mis males sin volverme loca, para dejar de rayarme finiquitando lo empezado, sudé la gota gorda y me llené el trasero de yerbajos secos y punzantes. 


Al final el sol se puso algo más a la derecha de lo que yo había dicho, pero como ni Julia ni Natalia se habían fijado bien en mis indicaciones, les dió por admirar mi ojo certero (o, tal vez, querían disimular mi fracaso). Si es que Remedios sabe de estas cosas. Y yo, que ya había hecho bastante el ridículo, no les saqué de su error.  Para enfatizar aún más mi buena disposición, sin faltar a la verdad, aseguré que la tarde de soles me había sido muy reparadora.