lunes, septiembre 29, 2008

DÍA PRIMERO


Me dirigí en autobús hacia Bilbao. Una vez allí, cogí el correspondiente hacia el Aeropuerto. Ya en tan egregio lugar, me comí un platano, cuya monda lironda no pude tirar a la basura porque, por motivos de seguridad, no hay papeleras en el recinto. 

La seguridad, ya ven, nos ha vuelto, además de paranoicos, un poco guarrillos. 

De Bilbao, volé a las tres de la tarde hacia París, para aterrizar en el Aeropuerto de Orly, donde dí con una navette que por el módico precio de 6 euros (¡) me llevó a una boca del metro de la línea 7. Sumida en el submundo di con mis huesos y mi maleta en el Kremlin-Bicetre dónde, a pesar de mis continuos temores, supe encontrar, ¡tan familiar me resultó todo al primer golpe de aire!, el hogar en que mis amistades me acogían. 

Claro, que mis acogedores amistades no estaban en casa, motivo por el cual, tuvieron a bien haberme proporcionado anteriormente las llaves que me franquearan su espacio de habitación habitual. 

Tuve un pequeño problema con la clave de acceso al portal. Por más que presionaba los números indicados, aquello no cedía. Gracias al cielo protector, que sin duda velaba por mí, un vecino saliente me permitió acceder y llegar a mi destino, en el que decidí restar queda pues tan peliagudo había sido alcanzarlo.

Me hubiera gustado salir a comprar unos crusanes con que honrar a mis benefactores a su llegada, que no habría de ser mucho más tarde, y en su lugar me salí al balcón a fumar, a asomarme para recibirles con gritos de alegría al verles cruzar la calle y a escribir unos extraños garabatos, bien poco inspirados.

...

Sepan, para terminar el relato del día de mi llegada a París, que el frío de la terraza y la oscuridad de la noche que se avecinaba sin remedio, me obligaron a volver al interior de la casa. Así que no pude gritar alegre desde el balcón, cual Heidi treintañera, para recibir a mis amigos. En su lugar husmeé sin pudor la biblioteca del salón. Aprobé el gusto de mis amistades e inicié la lectura de El jardín de las dudas, de Savater, en el que estuve sumida, suspirando por Voltaire, toda mi semana parisina.



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