Nobel, Nobel, grité. Miré en la habitación de Julia y ví sus cuartos traseros asomando por debajo de la cama. ¿Cómo diantres será capaz de colarse por tan estrecho recoveco?
Renuncié a mi bipedismo habitual y reptante le enseñe la correa. Mira, mira, vamos a la calle. Con displicente parsimonia me ignoró. Pero Nobel, bonita, cosita de mamá ¿no te apetece salir a dar un paseíto? Ni un leve bufido de negación, ningún gesto que permitiera corroborar mi presencia.
Está bien. Me recompuse con la dignidad herida y recordé que lo que más me gustaba de Nobel era precisamente su faceta epicúrea. Esa capacidad suya de no prestarle atención a nada. Ese eterno vivir hecha un ovillo, sin más preocupación que no tener preocupaciones.
Decidí intentarlo después de comer y comí intentando no ruborizarme por el desprecio sufrido. Convertí cada batir de mandíbula en un arrebato de autoestima y cada ascensión descendente de mi glotis en una tranquilizadora reflexión.
Con los postres llegué a la conclusión de que aquella perra me tenía manía, me odiaba pero ¿por qué? Qué le he hecho yo, sino admirar su saber estar no estando. Me derrumbé. Y con lágrimas en los ojos le supliqué que perdonara cualquier agravio cometido. Se relamía los bigotes, sin decirme nada. Nobel, por favor, dime qué te hecho para que así me maltrates.
No encontré respuesta.
Es lo que suele pasar cuándo le hablas a una perra. Que no te responde.
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