domingo, octubre 15, 2006

A veces, según rachas, me paso el día pensando qué voy a escribir. Sea para mis bitácoras, sea con la esperanza de ganar algún premio de relato breve con el que justificar mi desvergüenza literaria. Esta misma mañana, de camino al Hospital, mientras esquivaba las heces de la parranda nocturna de los demás, iba cavilando sobre lo mucho que pienso en escribir y lo poco que escribo. Será que mis inicios en la elaboración de trabajos académicos, tan arduos y lamentables me han acendrado el sentido del pudor. Cuánto cuesta decir lo que se quiere . Y esto partiendo de que se tenga algo que decir.
Obviamente eso es lo primero. Según mi hermano, ya no hay nada que decir, y así, invalida cualquier nuevo intento literario. Porque, volver a decir lo de siempre, aunque sea de otra manera no es sino signo de decadencia, manierismos sin sentido, anuncio de la caída del imperio.
Yo coincidiría con él si no hubiera comprobado en mis propias carnes que ponerse a decir algo genera pensamiento. Por tanto, guardar silencio, por vergüenza o pudor, le deja a uno con el encefalograma plano.
Bien, vale, no tengo nada que decir, pero si empiezo a balbucir, torpemente, causando las iras de mis interlocutores, podré ir forjando las palabras, las frases, ir descubriendo ¡por fin! lo que sé y lo que no sé, lo que sé mal, lo que apenas sé, lo que ni siquiera atisbo y lo que, quién sabe por qué, comprendo perfectametne, de forma natural, como por arte de magia o de la genética.
Dicen que a la hora de aprender la forma más eficaz es ensañando. Parece una contradicción pero visto con detenimiento encaja sin duda. La lectura mental es un leve baño de conocimiento, la declamación una ducha profunda y la conversación el mejor de los balnearios.
Y he ahí el problema. Se necesita, por lo menos, a otra persona para aprender. Y, no nos engañemos, los demás son siempre un conflicto para nosotros mismos. No habría por qué darle mayor dramatismo al asunto si se sabe nadar en el enfrentamiento continuo. Vivan las discusiones.
Pero... qué pereza discutir. Es tan cómodo, de nuevo, no abrir la boca, dejar que digan lo que quieran, sin intervenir, para qué, si te vas a enzarza en mil explicaciones que te exigen el máximo de tus fuerzas.

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