A Oviedo nos fuimos aquel día en que algunos celebran la raza (suponemos que con pedigrí) y otros sacan a pasear a las Fuerzas Armadas (sin consecuencias aparentes). Ninguna fecha mejor para regresar al útero del que salieron esos que, dicen algunos, reconquistaron la Península. Con el ánimo dispuesto a cultivarnos, a ver todo aquello que sólo habíamos divisado en las diapositivas amarillentas con que se nos intentaba enseñar Historia del Arte.
Y hete aquí que trepamos hasta Santa Cristina de Lena, y nos deleitamos ¿quién lo duda? con tan apañadico iconostasio (que va con piezas de otros sitios, según nos dijeron, de cosas de esas romanas, de mucha enjundia.)
Y llegamos a la capital, y recorrimos las calles de la Regenta, hasta llegar a la catedral, admirando las fachadas y enlucidos de todos los edificios ¡si hasta alcanzamos al flamante Calatrava y departimos sesudas sobre arquitectura contemporánea!. ¿Y no hicimos, a caso pic-nic en San Julián de los Prados? ¡Qué más se puede pedir!
Ah, pero las buenas voluntades son fugaces, y, para qué vamos a negarlo, cuando el alcohol corre por nuestras venas, siempre decimos sí.
Y fuimos al bulevar de la Sidra, y sidra que te pego va, y sidra que te pego viene. Híncale el diente al Cabrales, y bébete rápido el culín y se me nubla la vista, vaya melopea. Y como íbamos diciendo ¿por dónde seguimos? Habrá que tomarse otra y otra y otra. Vale, por aquí mismo. Y mira qué chicos más simpáticos...
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Yo terminé pidiéndole a un grupo de gente, a quienes manifesté que por ser de la Meseta, cuál si no ha de ser el motivo, les tengo miedo a las montañas, que por fravrorrrr me llevaran al hotel. Gracias a Dios, o a la Virgen de Covadonga, me acordaba del nombre, y aquellas criaturas angelicales me socorrieron sin ponerme pegas.
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Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo, de resaca, lucen igual.
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