RETRATO
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
- ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro la voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? no sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
- quien habla solo espera hablar a Dios un día -;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yazgo.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Antonio Machado
Campos de Castilla (1907-1917)
Campos de Castilla (1907-1917)
Siempre me han llamado particularmente la atención estos versos de Machado:
“Converso con el hombre que siempre va conmigo
- quien habla solo espera hablar a Dios un día -;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.”
- quien habla solo espera hablar a Dios un día -;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.”
Será porque me preocupa sobremanera hablarme a mí misma.
Recuerdo que, cuándo frecuentaba a las devotas de San Francisco, aquellas dedicadas a la contemplación que querían sumarnos a sus filas, insistían en algo así como “enseñarnos a orar”.
Yo, siempre sumisa, acataba sus normas, y genuflexa en la iglesia me reconcentraba buscando aquello que ellas aseguraban se produciría: la comunión con Dios.
Desde mi supina ignorancia traduje en “hablar con Dios” el objetivo de aquellos extraños ejercicios. Y como nadie me sacara de mi equivocación me puse a hablar ni más ni menos que con la divinidad.
Entonces observé que el mismísimo Dios, de natural tan esquivo, hablaba conmigo con cierta naturalidad. Saltaron las alarmas y dudé de mi extraño privilegio.
Sometí al juicio crítico de un sabio sacerdote, que ha medrado en la jerarquía y seguirá haciéndolo, mis inquietudes.
“Oiga pater que cuando Dios me habla, ud. me perdonará, pero me da la sensación de que soy yo quien se habla a sí misma”
La pregunta es tonta sí, pero, hete aquí que la respuesta no le anda a la zaga: “Claro hijita, es que Dios te habla con tu propia voz, porque si usara otra tú te asustarías”.
No sé si fueron respuestas como esas las que me alejaron de la Iglesia católica, pero reconózcanme, cuando menos, que no demuestran excesivo aprecio a la inteligencia, por limitada que sea, del devoto.
Sea como fuere, adquirí cierta práctica en eso de hablarme a mí misma. No obstante, no lograba satisfacción alguna y me decepcionaba a cada paso, pues únicamente alcanzaba a advertir que soy una pésima interlocutora. Lo único que logré fue caerme mal.
Aún así, por buscarle utilidad al descubrimiento del soliloquio, me dio por traer a las mientes aquello de la mayéutica. Aquello de que toda nuestra sabiduría se encierra en nosotros mismos, siendo sólo necesario “darla a luz”, para que se haga expresa.
Esto sin embargo, asumidos mis torpes contenidos intrínsecos, no hacía sino lacerarme más, pues de tan escasa matriz, raquítico hijo iba a legar al mundo.
Así, me convencí de que hablándome a mí misma no iba a llegar a ninguna parte. Y no es que quisiera llegar a ningún sitio en particular, que ese es mi principal defecto (¿?), pero opté por ver que pasaba si me ponía a hablar con otros que no fueran yo misma.
Por eso no me metí monja de clausura e ingresé en la Universidad. Mantuve la melena intacta y me puse a hacer preguntas tontas, para desesperación de mis circundantes.
En cualquier caso, lo que es obvio es que el monólogo o soliloquio no existe, y que siempre se habla con alguien, aunque sea uno mismo. Siempre hay un receptor, aunque mudo, a quien nos dirigimos. Y Machado, se me antoja, lo dice con claridad:
“Converso con el hombre que siempre va conmigo”
Converso, hablo, me dirijo a…
Lo que siempre me ha costado más comprender es eso de que:
“- quien habla solo espera hablar a Dios un día -;”
Ahora que lo pienso, tal vez se refiera el poeta a esa ansia que tenemos de dar, por fin, un día, con nuestra propia respuesta.
Nos hablamos, y, cuando la cosa está clara, nos contestamos sin dudarlo. Otras veces ni siquiera respondemos, y en la mayoría de los caso nos atronan mil voces confusas como un diablo legión, o apenas alcanzamos a oír un susurro misterioso de sílfide.
Pero… ¿y si a fuerza de práctica, llegara la voz nítida que sustituye al silencio babélico? Sin duda pensaríamos que es el verbo divino, aunque sea sólo, por la sorpresa.
Claro que, según Sócrates, que es humano, para dar con aquella profundidad que albergamos en lo más hondo de nuestras simas, es necesario una comadre que nos extraiga, posiblemente con el mismo dolor que produce un parto, o un cólico al riñón, aquello que con tanto celo reposamos oculto en lo más recóndito de nuestro propio ser.
Así que, finalmente, hablar solo no sirve para nada. Es necesario hablar con los demás, alguno habrá, sea o no conscientemente, que nos lleve al potro de tortura.
Lamentablemente aquél mismo filósofo que iba dando a luz por el mundo también se plantaba en los mercados con la mano tapada, con el único fin de responder a los curiosos que si lo llevaba escondido es porque no quería que se supiera qué había debajo.
Ergo… lo que oculto está, por algo es, oculto debe quedar.
No meneallo.
La curiosidad mató al gato. Le quedan seis vidas más.