Una vez, yo, saqué a un perro a las seis de la mañana. Por supuesto, estaba borracha, Amparo. El animal, pelirrojo, como un bárbaro medio, me tiró al suelo nada más cruzar la carretera. Eso he de agradecérselo, al menos tuvo la delicadeza de estamparme contra la acera. Sé que los defensores de los bichos dirá que no fue suya la culpa y que era evidente que mi sentido del equilibrio flotaba vertiginosamente entre burbujas de cerveza. Pero yo no me apeo del burro (ya me perdonarán mi cabalgadura los defensores de los bichos pero así garantizo su cuidado y, sobre todo, la perpetuación de la especie): Fue él quién advertido de mi ebriedad quiso darme un escarmiento. Me partí el alma y el orgullo. Mis amistades, que no lograron impedir el accidentado paseo, por más que intentaron impedirlo ("dejazme, dejazme... que yo conttrrolooo") se rieron a gusto y sus correspondientes requiebradores (siempre tienen, al menos, uno a cada lado) lo fliparon, según citan las fuentes.
Perdí el móvil, cómo no, o me lo incrusté en el torrente sanguíneo, que es otra opción. El caso es que el soporte telefónico no apareció. Cariño, puedes llamarme al mismo número, pero te advierto que si me pillas en el hígado no tengo cobertura.