Una vez me compré un libro que se titula El hombre y la verdad de Zubiri, creyendo inocente de mí, que algo entendería. No logré enterarme de nada. Por ahí debe de seguir mi lapicero feroz (mordido por todos lados) perdido entre sus páginas iniciales, de las que nunca logré salir.
Recientemente mi padre preguntó por él. No por él mismo, que bien podría ser, sino por el libro. Que dónde estaba. Que quería volver a echarle otro vistazo. ¿Volver? Pero ¡padre! no me diga que se lo ha leído ¿y ha entendido algo? No es que dude yo de las entendederas de mi progenie. Nada más lejos. De hecho, les tengo mucha más confianza que a las mías propias, porque son mucho más grandes y vigorosas. La pregunta no iba con segundas, que no. Que se me escapó sin querer. Me salió de sopetón sin tiempo para retenerla.
Lo curioso fue que al rostro de mi pater me pareció ver asomar una duda. Una sombra oscura, un leve cargo de conciencia. ¿Por qué no habría de entenderlo? Nubarrones oscuros que pasaron fugaces y se diluyeron para siempre.
No sé que es la verdad, ni si existe. Me conformo con asumir la mentira como algo cotidiano. Les contaré mi secreto de supervivencia: Suelo decir la verdad cuando quiero que nadie me crea. Habrá a quién le suene duro. Ahora mismo que lo leo, casi me recorre un escalofrío. Pero, quiá, si la pereza es la madre de los vicios, que la costumbre lo sea de las virtudes. Nada como acostumbrarse.
¿Oyen uds. un bolero?